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sábado, 15 de febrero de 2014

LA FAMILIA ANÓNIMA

Autor
Felipe Urbina Calzado
En la España de los años 60, fueron muchas las familias de todos los rincones del país que con maleta de cartón y traje de pana, con boina y lo puesto, las que tuvieron que emigrar hacia lugares más prósperos en busca de nuevas oportunidades, a veces solos a la aventura, o como la mayoría, agregados en  casa de algún familiar. Un lugar destacado en aquellos años, debido a la revolución industrial de finales del siglo XIX, era Cataluña, y en el ámbito local, tuvo un destacado papel la Terrassa Industrial.
Sus altas y  humeantes chimeneas estaban cargadas de historias sociales y personales. Por entonces, las llamadas “Burras”, potentes calderas de carbón generadoras de vapor, movían toda una Colonia o Vapor textil. Las Cardas de lana; los Urdidores de hilo; las Enconadoras, las Canilleras y los Telares de lanzadera, formaban parte del mobiliario de “La Fabrica”. El “Amo”, que permanecía durante toda la jornada junto al Contable, el señor de la visera y los guardapuños, controlaba desde el minarete de la oficina el desarrollo de la actividad laboral. 
Otros signos de la identidad industrial eran los estridentes ruidos y los trajes grises que portaban los obreros. La mayoría de ellos se fueron asentando en los barrios periféricos, donde  construían sus propias casas a mano con restos de escombros, siempre ayudados por familiares y amigos del pueblo de donde eran originarios. Auténticas obras de arte para los medios y los conocimientos de la época. En ellas vivían hacinadas hasta cuatro familias, a la espera de poder conseguir una casa propia.
La familia Anónima emigró desde Cádiz y estaba formada por un matrimonio, dos hijos y la Abuela que enviudó hace años. Al Padre le cerraron la empresa donde trabajaba de mecánico, que le valió para ejercer de contramaestre en la “Fabrica”. La Madre que siempre había servido en una “Casa Bien”, hacía de enconadora en la misma empresa y el hijo Mayor, de 14 años y finos dedos fue el candidato perfecto para canillero, puesto donde hacerse adulto  cuesta tan solo un día de trabajo. El Pequeño de la familia, de tres años de edad, que cuidaba la Abuela y de profesión, jugar, comer y dormir.
Las abuelas,  en esos años, eran las joyas más valiosas de cualquier hogar, ya que administraban, cocinaban, cuidaban de los pequeños, cosían, lavaban, tejían con ganchillo y lo más importante, amaban con sus almas a sus descendientes.  Eran los seres más ponderados de las casas y todo lo que poseían para embaucar a los niños era ternura y un pequeño pañuelo donde guardaban unas pocas monedas de dos reales, algunas gordas y varias perras-gordas, por si tenían que comprarles una dulce onza de chocolate o una pastilla de leche de burra.
Llevaba la lluvia golpeando  durante cuatro días seguidos a la Terrassa Industrial y el mes de Setiembre llevaba camino de convertir el otoño en uno de los más húmedos de las últimas décadas. Como cada mañana, si se podía llamar mañana a las 4,30 h., comenzaba la jornada para la parte activa de la familia Anónima, que después de desperezarse y avivar el fuego de la estufa de carbón, a la que le añadían cascaras de naranja para aromatizar la estancia, tomaban el desayuno que estaba compuesto de manteca colorá, café de malta y leche, proporcionada por su vecino, el pastor, a un precio acorde a la economía del momento.
Tras apartar la cortina  que separaba las estancias y echar la última mirada de amor al Pequeño, que dormía en el mismo catre que la Abuela y preparar el hato para la comida del medio día, los tres se dirigieron a la “Fábrica” para comenzar la larga jornada. Iban  andando, charlando y cantando junto a cientos de vecinos, ya que las fábricas, en esos días, ocupaban entre 4000 y 5000 empleados.
Habían pasado más de 16 horas desde que salieron de casa y regresaban casi a la hora de la cena  esperando que la abuela les hubiera preparado alguno de los exquisitos guisos, que normalmente eran a base de  legumbres y un poco de la dosificada chacina de la alacena, que cada mes de septiembre les enviaban desde el pueblo sus familiares tras la matanza.
Al entrar por la puerta, el niño Pequeño, que cuidaba la Abuela, les venía a recibir, abrazándolos por orden, primero al hermano Mayor, luego al Padre y por último, el tan esperado por ambos, el abrazo a la Madre. El olor de la morada no dejaba dudas, la Abuela había cumplido con  su cometido, envuelta por las ondas radiofónicas de su novela favorita “Lucecita”, que aportaba dulzura y encanto a su labor en los fogones de carbón de Coque.
 Estaba todo preparado para el ágape: el pan, que  compraban junto a otros productos  en el Economato de la fábrica; los cubiertos de bronce, del ajuar de la abuela; el agua, que reposaba en el preciado botijo de barro blanco; las sillas, de cuerda de pita; y lo más importante, el hueco en el centro de la mesa donde se ponía la cazuela, ya que era costumbre comer directamente de ella. Entonces llegaba  el momento para contar las experiencias que la larga jornada les había brindado, aunque a veces se hablara con la boca llena y se escapara algún bostezo. Todo estaba justificado: hambre y agotamiento.
Se había hecho tarde y bajo la penumbra que proyectaba la lámpara de aceite yacía entre sueños la Abuela, que tenía dormido en su regazo al niño Pequeño cubierto por una colcha, que ella mismo había elaborado con el ganchillo aprovechando los trocillos de hilo que quedaban olvidados, sin intención, en los bolsillos de las batas y baberos de trabajo que utilizaban en la “Fábrica”, o sea, de mil y un colores. Como tantos días la Madre, que le robaba tiempo a la noche para el día, corrió las cortinas, que enganchadas por medio de una goma en el dintel separaban las habitaciones, y uno a uno, acompañó a todos los miembros de la familia a la cama.
Cuando reposaban sobre los catres de pura lana, que se la regalaba un amigo del mismo pueblo de origen que era pastor, ella barría la estancia, recogía lo poco que había que recoger y se dirigía en busca del calor de su marido, al que abrazaba y observaba todas las noches, a la espera de que le llegara el tan deseado sueño.
Continuó lloviendo durante la noche, y entre sueños unas voces y ruidos despertaron al Padre, que pensó en primera estancia que se había dormido y que todos llegarían tarde al trabajo. Pero era el Sereno, que entre gritos y sollozos llamaba a todas las puertas y ventanas para que desalojaran las casas, debido a que la riera, aquel río donde convivían las ratas con los niños sin que se entorpecieran a la hora de jugar, se había desbordado llevándose las casas de medio barrio. Los vecinos que salieron por el lado de la ribera, perecieron todos y los que hicieron caso a las indicaciones del Sereno saliendo por los tejados al otro lado de la calle, pudieron sobrevivir.
A la sombra de la aurora de la mañana, después de la hora habitual de ir al trabajo, pudieron  divisar la magnitud de la tragedia. El agua arrasó media ciudad, llevándose por delante vecinos queridos; casas levantadas por manos infantiles y sudor adulto; sueños e ilusiones de prosperidad; y mendrugos de pan guardados para los hatos del día siguiente.
Después de pasar toda la noche bajo la lluvia, al sereno, sin abrigo, con el miedo en los  ojos agotados de lágrimas y las caras llenas de barro, la Abuela  que aferraba en su regazo al  niño Pequeño cubierto por la colcha de ganchillo, la Madre, que abrazaba al hijo Mayor de finos dedos y el Padre, al que cada noche ella abrazaba y observaba antes de la llegada del tan deseado sueño, no tuvieron  más que una opción: Emigrar a un pequeño pueblo de pescadores para residir con  unos familiares  y comenzar de nuevo.

Epilogo: A las victimas de la Riada del 62
Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte 
tan callando…………
AUTOR: Felipe Ed. Urbina Calzado 25-1-2010

4 comentarios:

  1. Felicidades Felipe por tu aportación al blog y por tu gran articulo, animate y sigue colaborando. Articulos como este enriquecen nuestro grupo y nuestro blog

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  2. Me has llevado a mi más tierna infancia.Estoy
    mas que emocionado y contento.gracias por remover en esos recuerdos,buenos y malos,pero,al fin nuestros.Gracias.

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  3. Estupendo relato, no lo podías haber estampado mejor... Que recuerdos... desde aquí un beso muy grandes a todas las abuelas del mundo, son tan importantes para nuestros hijos, y lo han sido para nosotros... Gracias!!!

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